Comentario
Uno de los resultados de las reformas de Diocleciano consistió en vincular a la población agrícola a la tierra. Lactancio relata cómo se realizó el censo en época de Diocleciano: "Se enviaron a todas partes inspectores que todo lo remontan... Los campos eran medidos terrón a terrón, las vides y los árboles contados uno a uno, se registraban los animales de todo tipo y se anotaba el número de personas". En esencia, los tres elementos que comprendía el impuesto obligatorio de la iugatio-capitatio eran: la capitatio humana, la capitatio de la tierra o iugatio y la capitatio de los animales. Esta minuciosidad y sistematización en el análisis de la productividad con fines impositivos se refleja en una ley de Valentiniano del año 369, en la que se requiere el registro puntual de la cantidad de tierra, de lo que se cultivaba, de la extensión de tierra arada, de los pastos y de los bosques, del número de esclavos tanto urbanos como rústicos así como sus funciones, el número de colonos, etc. A partir de Diocleciano el hombre aparece vinculado a la tierra como parte esencial y sujeto del impuesto. El hombre y la tierra debían ser considerados algo inseparable.
El iugum había sido definido, en época de Diocleciano, como equivalente a 5 yugadas de viñedos, o a 225 pies de olivos antiguos, o a 450 pies de olivos en terreno montañoso, o a 20 yugadas de tierra laborable de primera calidad, a 40 de segunda calidad o 60 de tercera. Una vez establecidas estas medidas se elabora un catastro. La unidad fiscal o caput se definía indirectamente como la cantidad de tierra que podía trabajar un solo obrero agrícola. De modo que ambos elementos, unidos indefectiblemente, constituían la base imponible del impuesto denominado iugatio-capitatio.
La complejidad que en la práctica suponía la percepción de este impuesto, tan minuciosamente descrito por otra parte, lleva a lo largo de todo el Bajo Imperio a una emisión ingente de leyes y disposiciones contemplando todo tipo de situaciones que pudieran presentarse. Como ejemplo baste una ley del año 371 que aborda un caso bastante frecuente: si hay dos comunidades rurales y una de ellas ha sido diezmada por la muerte en tanto que la otra, gracias a los numerosos nacimientos habidos, cuenta con más campesinos que capita inscritos en el censo, se establece que será preciso conservar el modus censuum y llenar los vacíos de la primera comunidad con el excedente de la segunda. Pertenece, pues, a los gobernadores restablecer el equilibrio del censo y efectuar el trasvase de población. Sólo los muertos de la primera comunidad -se especifica- serán reemplazados por los sobrantes de la segunda, pero los campesinos que huyan no serán reemplazados, sino obligados a regresar y, si esto no fuera posible, los demás pagarán por ellos.
El campesino, marcado como caput, no tiene forma de liberarse de tal condición: si el hombre dejaba un dominio por otro o abandonaba sus tierras para integrarse en un dominio, el impuesto acompañaba al campesino en su nuevo destino. La enorme presión que tal impuesto representaba para los pequeños y medianos campesinos los lleva a abandonar sus tierras, que pasan a engrosar los grandes latifundios que proliferan en todas las provincias durante el Bajo Imperio, pero no los libera de su vinculación a la tierra, sino que pasan a ser colonos de estos grandes dominios. El dominus se hace responsable del impuesto de los colonos mientras éstos se comprometen a cultivar las tierras domaniales. Pero, aun así, el dominus resulta beneficiado dada la reducción del impuesto en sus propias tierras, muchísimo más extensas que las de los colonos, sobre las que además pasa a detentar la propiedad, ya que los colonos sólo la poseen en precario. Por otra parte, los grandes propietarios tenían prerrogativas que facilitaban cualquier fraude al Estado, como por ejemplo declarar en bloque sus propiedades, con frecuencia dispersas en varias provincias, con lo que el control se hacía extremadamente difícil.
A partir del año 360 pasan a ser ellos mismos los recaudadores y se convierten en intermediarios entre sus campesinos y el Estado. Intermediarios muy parciales y poco fiables. No es extraño que muchos historiadores, entre ellos P. Brown, contemplen a estos aristócratas latifundistas y a la Iglesia (que se configura también como gran propietaria), como elementos responsables del descalabro de la administración imperial y del ejército que, en el siglo V, era mantenido con los impuestos.
Salviano, obispo de Marsella, ofrece un relato elocuente de la situación de muchos de estos pequeños propietarios arruinados y su oscuro destino durante el siglo V: "Agobiados por los impuestos, indigentes por la maldad de las leyes... se entregan a los grandes para ser protegidos, se hacen deditices de los ricos y pasan a su poder discrecional y a su dominio... Yo no juzgaría sin embargo esto grave o indigno, me felicitaría más bien de esta grandeza de los poderosos a los que los pobres se entregan si ellos no vendieran estos patrocinios, si fuera por sus sentimientos humanitarios y no por la avidez por lo que defienden a los humildes. Parecen proteger a los pobres para despojarlos, pues todos los que parecen ser defendidos entregan casi todos sus bienes a sus defensores antes incluso de ser defendidos... ¿No es insoportable y horrible -no digo que los espíritus humanos puedan sufrirlo, sino que es difícil entenderlo- que los más pobres y miserables, despojados de sus débiles recursos y arrojados de sus escasos campos, estén sin embargo obligados, después de haber perdido sus bienes, a pagar el impuesto de estos bienes que ya no tienen? Usurpadores duermen sobre sus bienes y los desgraciados pagan el tributo en vez de los tales usurpadores... Estos a los que la usurpación ha arrancado sus bienes, la exigencia de los impuestos les arranca también la vida. Así que algunos, más alertados, cuando pierden sus escasos bienes huyen ante los perceptores de impuestos y llegan a los dominios de los grandes y se hacen colonos de los ricos. Y como sucede ordinariamente, aquellos que impulsados por el miedo a los enemigos o los que habiendo perdido la integridad de su estatuto de hombres libres huyen desesperadamente hacia cualquier asilo y se unen a la categoría abyecta de los inquilini (colonos), reducidos a esta necesidad de tal suerte que, despojados no sólo de sus tierras sino también de su condición... son privados de todo, hasta de la libertad".